HUIDA
A EGIPTO
(Navidad
2023)
Esram permanecía agazapada bajo los
cascotes del edificio medio derrumbado. Nadie podía verla, ella sí, veía las
carreras, los rostros feroces, escuchaba los gritos. El bloque de ladrillos que
le servía de asiento, hacía pocas horas que había sustentado parte de las
paredes de su casa. No lloraba, los ojos apretaban hacia dentro las lágrimas.
“Tú eres valiente”, ¿lo era?, ¿en eso consistía el valor?, ¿en mostrar un
semblante enmascarado? Raazim se lo repitió varias veces antes de morir cuando
se hallaba tendido en el suelo entre un charco oscuro y viscoso. Abrazó contra
su pecho al pequeño Abda que aún no tenía dos años. En esa postura había
perdido la noción del tiempo. Su cuerpo se entumecía por la inmovilidad. Observó
que el cielo estaba ennegrecido y el silencio envolvía la zona. Entonces oyó la
voz: “huye, si quieres salvar al niño, coge el borrico y vete a Egipto, los
Herodes de hoy, matan, como los de ayer, a los menores de dos años”.
El eco sonaba insistente en sus oídos,
asumió el aviso, la advertencia de Raazim desde el otro mundo. Apenas pudo
incorporarse con el pequeño en brazos; se subió a la burra y desató la argolla
del establo, el hijo en el regazo y, en la quietud de la noche, comenzaron la
caminata hacia el paso fronterizo de Rafah. Avanzaban rodeados de cadáveres, las
carreras y los lamentos le aturdían, las hileras de personas que se dirigían
como ella al mismo lugar le sobrecogían.
Después de varias jornadas, después de
cruzar entre cuerpos ambulantes que sostenían como perdidos al niño o al
adolescente ensangrentado, había dejado atrás la barbarie cerca de los
alrededores de la ciudad de Al Arish. Ya en Egipto, recordaba el pasaje de las Antiguas
Escrituras de los judíos, el que Raazim le leía a veces. Aunque musulmán, era
un estudioso de la Historia y decía que, muchos años atrás, los faraones mandaban
asesinar a los bebés hebreos. Cuando nació Moisés, el libertador, su madre lo
escondió en un cestillo calafateado y lo colocó en el río, así lo salvó. Más
tarde, apareció Herodes el cruel y, ahora, otros Herodes querían exterminar a los
inocentes.
Al
proseguir su camino, el niño comenzó a quejarse de sed. Ella no tenía agua, ni siquiera
un pequeño mendrugo. Lejos, en lo alto de un cerro, escuchó a un viejo cantar.
Camina la Virgen
pura,
Camina para Belén
Y en la mitad del camino
Pide el Niño de beber.
No pidas agua, mi vida,
No pidas agua, mi bien
Que vienen las fuentes turbias
Y no se puede beber.
Alzó la cabeza. Un árbol extendía sus ramas con
naranjas apretadas, jugosas y relucientes. A la burra no le quedaban fuerzas
para atravesar ese sendero tan empinado, pero debía llegar y alcanzar el fruto
que generosamente le brindaba.
Al
coronar la cima, se acercó al ciego.
-Buen
hombre, ¿me daría una naranja para el niño entretener?
-Coja
usted las que quiera, señora, que la fruta está madura y apta para saciar la
sed.
-Gracias
-repuso Esram, que se atrevió a coger tres.
El
ciego reanudó la canción.
-¿Me da usted una naranja
¿Para el Niño entretener?
-Coja usted, buena Señora
las que
sean menester.
Según coge una tras otra
Florecen de tres en tres
Cuando la Virgen se aleja
El ciego comienza a ver.
-¿Quién ha sido esa señora
¿Que me hizo tanto bien?
En los ojos me dio vista
Y en mi corazón también
Será la
Virgen María
Que otra no ha podido ser.
Esram
se quedó consternada, un halo rodeaba al hombre que, sin verla, la animó a que
llenara las alforjas.
-Es
usted palestina, una migrante con su hijo que escapa del horror.
-¿Cómo
lo ha adivinado?
Él dirigió sus ojos vacuos hacia el horizonte
y pronunció estas palabras.
-No
soy adivino, veo con el corazón y sé que las naranjas no entienden de guerras.
¿Sabe?, soy judío, yo tampoco comprendo los odios de los que matan. Este
villancico es de origen cristiano y podemos entonarlo por igual los israelíes y
los musulmanes -tras una pausa continuó- ¿Puedo preguntarle si tiene dónde
guarecerse? Por aquí pasan ambulancias que se llevan a los heridos a los
hospitales.
-Nosotros
estamos sanos, solo tenemos hambre, no disponemos de casa, ni de territorio.
-Hay
salas para refugiados en la Ciudad, si acude a ellos, les atenderán.
Esram
le miró reconfortada.
-Agradezco
su caridad, buen hombre -respondió antes de marcharse.
-Vaya
con Dios, señora.
Mientras descendía cuesta abajo, encontró una cueva
en una roca y pensó que era el momento de descansar, el asno clavó las rodillas
junto al niño para darle calor. A ella, ahora sí, se le abrieron los párpados y
un llanto suave empezó a fluir por su rostro, porque aún existían almas de buena
voluntad, personas que repartían sus recursos, que compartían las desgracias, que
les daba igual su procedencia, sus creencias o su raza. En el montículo, la
línea rojiza del crepúsculo caía sobre el naranjo, luego, pasada una hora, el
firmamento se cuajó de estrellas y cercó el final del día.
Desde
la más brillante, Raazim, convertido en luz, emitía destellos cubriéndola. “No
temas”, le volvió a susurrar, os he guiado hasta aquí a propósito, y os llevaré
hacia donde la vida no pone límites. Esram cerró los ojos, estaba cansada, por
la mañana continuaría por la senda prometida.